El Monasterio de Santa Catalina de Siena es la más antigua de las casas de clausura femeninas con las que contó la Orden de Santo Domingo en Canarias. La idea de que hubiera en La Laguna un monasterio de monjas se remonta a las primeras décadas del siglo XVI. A un primer intento en 1524, frustrado, siguió en 1547 la apertura del primer monasterio de este tipo en las Islas, el de Santa Clara de Asís. La Orden de Predicadores —que ya tenía un convento masculino en la antigua capital de Tenerife desde 1522— pudo contar con uno femenino casi un siglo después, gracias a la generosidad de Juan de Cabrejas, natural de Gran Canaria y regidor de La Palma, y de su esposa María de Salas. En 1600 adquirieron las casas que habían sido de los adelantados en la plaza principal de la ciudad, abandonadas y ruinosas, que entregaron a los frailes en 1605. La elección del lugar se justificaba, además de por su privilegiada ubicación en el centro urbano, por su cercanía al convento masculino de la orden.
Una vez otorgada la escritura de fundación y conseguida la licencia del obispo Francisco Martínez de Ceniceros, en 1606, pudieron comenzar las obras, en las que intervinieron diversos artífices isleños. Así, por ejemplo, se recurrió al carpintero Baltasar Martín para labrar toda la madera, al cantero Antón de la Mar para hacer uno de los dos arcos que dan acceso a la iglesia y al también cantero Marcos Báez, natural de Gran Canaria, para la fábrica del arco de la capilla mayor (presbiterio). El 23 de abril de 1611 se inauguró la nueva casa, en la que ingresaron cuatro monjas procedentes de dos conventos sevillanos, los de Santa María de Gracia y de la Pasión. Junto a ellas, entraron también en clausura la viuda del fundador, con el nombre de sor María de la Pasión, y su hija, sor Florencia de San Juan.
De acuerdo a su condición claustral, el Monasterio es una ciudad dentro de la ciudad, aislada y a la vez conectada con ella a través de su iglesia y de la puerta reglar a la que se accede por el antiguo callejón de la Caza, ahora Deán Palahí. Hacia el exterior, anchos y altos muros sin apenas aberturas delimitan su perímetro, aumentando así la impresión de recogimiento y severidad. Sobresalen los dos llamativos miradores o ajimeces de celosía, torreones que superan en altura al resto del edificio y desde los que las religiosas podían ver sin ser vistas. La iglesia, de una nave, discurre paralela a la plaza del Adelantado y forma una fachada lateral corrida con dos puertas que suponen sus dos únicos accesos y que en su origen servían de entrada y salida a las procesiones, por lo que el templo quedaba integrado de alguna forma en el espacio urbano.
Ya en el interior del templo, el coro con su reja se dispone a los pies. Desde él, las monjas participan de la liturgia. El coro era, además, el lugar en el que la priora recibía los votos de las novicias y profesas. Cerca del coro se eleva la espadaña en la que las campanas convocan a todas estas celebraciones. En su interior, vedado para los ojos del mundo, el convento se organizaba en torno a un gran claustro principal, que articula la distribución del resto de espacios y dependencias: patios, huertas, corredores, pasillos, salas de labor, enfermería, cocinas, celdas, etc. El noviciado ocupa la parte trasera: la esquina del Monasterio que da a la calle Viana y a Deán Palahí.
Además de siglos de vida monástica, el Monasterio de Santa Catalina de Siena atesora un notable patrimonio histórico y artístico vinculado, precisamente, a la función que ha tenido a lo largo de más de cuatrocientos años. En la iglesia podemos apreciar un repertorio de obras de funciones y formatos diversos, tanto realizadas en Canarias como procedentes de algunos de los mercados europeos y americanos. Anónimas unas, documentadas o atribuidas otras, la contemplación de todas estas piezas siempre al servicio del culto, nos sitúan ante la riqueza del mensaje cristiano y permiten renovar la piedad de quienes las patrocinaron.
El retablo mayor se debe a dos artífices, el mexicano de ascendencia vasca Antonio de Orbarán y el isleño Antonio Álvarez, se hizo entre 1665 y 1677, aunque ha sido objeto de alguna intervención posterior. En su hornacina central recibe culto una imagen de la Virgen del Rosario, la principal devoción mariana de los dominicos. A Ella están dedicadas las letanías que decoran el nicho. En las hornacinas laterales Santo Domingo de Guzmán y Santa Catalina de Siena completan el mensaje dominicano, como principales modelos y referencias para las dos primeras ramas de la Orden, la masculina y la femenina. Merece también ser destacado el altar eucarístico forrado de planchas de plata repujada que se sitúa delante y que contiene tanto el sagrario para la reserva cotidiana del Santísimo Sacramento como un manifestador para sus exposiciones. Es obra tinerfeña, representativa de los afamados talleres laguneros.
Ya en la nave, a mano derecha junto al arco mayor, se levanta el retablo de la Virgen Difunta o del Tránsito, que llegó aquí procedente del claustro del Convento de San Agustín. En él se expone al culto su imagen mariana titular, una representación de la dormición de María realizada por fray Miguel Lorenzo a comienzos del siglo XVIII. En el retablo situado a continuación acompañan al Sagrado Corazón de Jesús dos pequeñas efigies de San Miguel Arcángel y de San Juan Bautista; esta última puede ser obra sevillana de comienzos del siglo XVII. El tercer retablo de este lado está dedicado a San José, cuya imagen lo preside. Además, cuatro pinturas atribuidas al pintor canario Cristóbal Hernández de Quintana nos trasladan a otros tantos pasajes de su vida: los dos sueños, la huida a Egipto y los Desposorios. En las hornacinas laterales podemos contemplar las esculturas de Santa Teresa de Jesús (gran devota del patriarca) y de la Magdalena; en una hornacina inferior se muestra un busto del Ecce Homo, obra hispanoamericana.
Las pinturas que ornamentan el coro, en torno a las rejas, se deben principalmente al ya citado Cristóbal Hernández de Quintana y constituyen un pequeño programa iconográfico dominicano en el que quedan representados la Virgen del Rosario, Santo Domingo de Guzmán (el fundador de la Orden) en penitencia y Santa Catalina de Siena (la titular del monasterio), además de otros santos de la Orden: Santo Tomás de Aquino, San Vicente Ferrer, Santa Rosa de Lima. Las puertas del comulgatorio y del confesionario están decoradas con angelitos entre motivos vegetales y cada una de ellas contiene citas bíblicas alusivas a su función. Las religiosas siguen recibiendo la comunión a través de una de ellas.
En el otro lado dos retablos más y el púlpito adosado a la pared completan el mobiliario de la iglesia conventual. En el más cercano al coro, cuya hornacina central ocupa una representación de la Inmaculada, reciben también culto dos esculturas de santos dominicos: Santa Rosa de Lima, obra del artista local José Rodríguez de la Oliva, y San Luis Beltrán. En el situado junto al arco toral se venera la imagen de Nuestra Señora de la Soledad, que cada Lunes Santo sale en procesión desde el Monasterio en el paso de las Insignias de la Pasión. Esta es solo una parte del patrimonio del Monasterio, que guarda en clausura otros muchos testimonios de la fe de quienes durante siglos lo han habitado, expresiones de una espiritualidad viva y compartida.
Carlos Rodríguez Morales